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Al Maestro con Cariño

FUENTE: Pinterest

Por REBECA NAVARRO

Mayo 15 2018

Estudié en una escuela privilegiada, con patios inmensos como atrios de catedral y largos corredores arbolados en los que podíamos perdernos durante eternidades. No era privilegiada en el sentido de las escuelas para estudiantes de clases adineradas, lo era en el sentido del abolengo pedagógico, porque era una escuela pública, pero de esas a las que todo el mundo quiere entrar, una escuela que tenía historia y prestigio. Su comunidad de maestros era muy numerosa y diversa, desde las gentiles educadoras del kínder con sus mandiles impecables como hadas de cuento revoloteando en torno a sus pequeños pupilos, hasta los profesores de gesto adusto que mantenían a raya con su seriedad a los siempre exaltados jóvenes de la prepa. Conformaban todos un grupo muy grande y solemne que a veces nos parecía opresor y agobiante pero que siempre reconocíamos con la autoridad moral incuestionable de una dinastía gobernante. 

Los de la primaria eran como suelen ser los maestros de educación básica, soldados de a pie, fieles a su tarea, trabajando siempre más de ocho horas diarias y batallando en el campo de guerra con los cuadernos de los deberes, las faltas de ortografía y los temarios inabarcables de cada materia, todos sacrificados como héroes anónimos y militantes idólatras de alguna escuela pedagógica. Les teníamos cariño a algunos, de ese cariño que sólo se da a aquellos que han ido con nosotros al frente de guerra, los que se han enlodado a nuestro lado la cara y nos han sacado con sus propias manos del pozo inaudito de la ignorancia. A otros les teníamos miedo, temor del bueno, del que nace invariablemente de algún mito irresistible cuando se es niño, un mito que con los años se va volviendo leyenda escolar, pero que alguien algún día comprueba que no es verdad, porque los maestros son también humanos y se equivocan como nosotros y un día de tantos su humanidad se deja ver sin disfraces a través del cansancio o de la vejez.

 

De esos próceres mártires de la formación básica me acuerdo mucho del maestro Juan, tenía una cara de coronel contrariado de algún ejército imaginario de fracasados, disparaba con su voz áspera de los avernos improperios vergonzantes a los alumnos dispersos y a los alebrestados, tenía una colección de amenazantes pelotas de goma sobre su escritorio, las lanzaba sin conmiseración y desigual puntería lo mismo a las cabezas inquietas de los incorregibles que a las soñadoras y lerdas de los distraídos. Un día una pelota lanzada con desatino salió disparada por la ventanilla abierta de un costado del aula, fue directo a la cabeza de la maestra Jovita que en ese momento pasaba cerca de nuestro salón. No le vi nunca como ese día al maestro Juan una cara tan apenada, su gesto adusto se convirtió esa mañana en el de un niño sorprendido en la travesura diaria. A nadie le volvieron a dar miedo su balas esféricas de goma dura, nos acordábamos de su cara de esa mañana y los disparos nos desataban después de eso sólo carcajadas. 

Con los maestros de secundaria las risas no se daban nunca ni se permitían. Ellos pertenecían a una alcurnia muy distinta, eran una élite educativa temible, cada uno en un altar intocable de la disciplina carcelaria en que se convierte toda escuela secundaria. Tenían, eso sí, apodos y sobrenombres que a veces mataban de risa pero otras muchas descontrolaban esfínteres. Constituían en conjunto una comunidad modelo cuyo principal objetivo era contener la euforia de nuestra adolescencia y los ímpetus desbordados de nuestro desenfreno púber. "La Vaca", "El Aguacate", "El Barco", "La Hurraca", "La Llorona", en el furor vengativo de nuestra juventud incipiente sabíamos poner a todos apodos por demás denigrantes. A ellos sí que les teníamos pánico, que algunas veces confundíamos con respeto y otras con una aleación extraña de apego y rabia desproporcionada. Estaban siempre seguros de lo que hacían, querían enseñarnos Historia, Geografía y Álgebra, no supieron tal vez nunca que lo que en realidad aprendíamos era a experimentar emociones básicas. 

Los de la prepa se cocían siempre aparte, porque entrar a la prepa era una proeza que te daba un estatus cuasi universitario, era en aquel tiempo como estar a un muy pequeño peldaño del estrellato, así que lo que ahí se daba tenía que ser todo de mucha altura, y los maestros también eran parte de eso.  Todos tenían grados académicos y querían imponer con sus cátedras sistemáticas el rigor de la precisión científica a nuestras mentes todavía habitadas por la belicosidad de la adolescencia. Eran la mayoría muy duros y comprometidos con la academia, cumplían su función pedagógica con una exactitud pasmosa, nosotros les teníamos más aversión que simpatía, y mucha menos admiración de la que se merecían, tenían la labor más ardua de todas, les tocaba domesticar con saberes la urgencia de nuestra naturaleza instintiva y primaria. 

Era una casta robusta la de los maestros de esa escuela pública de privilegios pedagógicos, ahora los recuerdo en conjunto como una enorme familia real, una estirpe soberana con una vocación instructora corriéndoles en la sangre dinástica. No les quisimos lo suficiente en su tiempo, ni les reconocimos sus proezas simples, porque nosotros como ellos somos humanos y nos equivocamos, nos vuelven ciegos los temores de la infancia y los fervores de la juventud, y creemos que los que nos educan tienen un propósito oscuro que conspira contra nuestra libertad durante la niñez y la adolescencia. Pero no es así nunca, en ningún sentido, es todo los contrario, los maestros empeñan  su tiempo de vida en una causa ideal que se vuelve clara a la ojos hasta que nos hacemos adultos. Entonces somos por fin sus cómplices, y finalmente les queremos, porque los años ya se nos fueron como a ellos, y ya fuimos expulsados del idílico paraíso educativo, ya nos volvimos grises y taciturnos, dejamos atrás los colores rebeldes y los arrebatos, sólo nos quedan las fotos y los recuerdos, y es hasta ese momento que descubrimos que a nuestros maestros en realidad les teníamos cariño.

 

 

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