

Adrenalina
por Eréndira Svetlana
Fue El Rojo el que me metió en esto. Yo en un principio no le encontraba el chiste. "No es lo mío", le dije cuando me invitó la primera vez. "No le saques, maestro. No digas que no antes de probar. Nomás ven con nosotros un día, me cae que te va a gustar".
Y no es que me convenciera, porque a mí no hay quien me saque del huacal cuando digo no, pero con El Rojo no es lo mismo, a ese no se le puede decir que no así como así, mucho menos cuando le debes favores. Conozco a un cuate que no le devolvió el favor, le dicen El Mochado porque le falta el dedo gordo de un pie, y dicen también que fue El Rojo el que se lo arrancó de una mordida. Yo no sé, eso es lo que dicen, pero lo que sí sé es que con El Rojo no hay que meterse, es el máster de este barrio, el mero mero de la cuadra, él decide quién la debe y quién la teme, quién puede y quién no con la mercancía.
A mí me habló de buen modo desde la primera vez: "Me caes bien, Sanguijuela, trabajas rápido y no eres un pinche drogo como los mugrosos de tu cuadra". Y tenía razón, a mí no me gusta el polvo y si lo reparto es por pura afición, porque no hay de otra en este lado del barrio, que es el que más le gusta trabajar al Rojo, el de los teibols y los naigclubs, con sus callecitas angostas y escondidas para pelarse a gusto y sin prisa cuando te cae la chota.
El Rojo tampoco se las truena. Es difícil de creer, ya sé, pero me consta que no, aunque traiga las maletas hasta el tope de pura harina, nomás la negocia, pero de jalarle nada, me consta. "La coca es pura pirada, carnal, nomás pura pinche idea —me dijo una noche de cobros en que me subí a su Trans Am amarillo para pagarle la mercancía—, la verdadera neta está en otra parte, pero no te espantes, está en este mismo planeta, está aquí, la llevas en la mismísima arteria". Ese día, El Rojo llevaba cosido en las pupilas al demonio en persona, y nomás por eso no le dije lo que estaba pensando —"que ora sí estaba bien drogado"—, porque de los ojos le saltaban llamas y sudaba como un cerdo en mitad del sacrificio.
—¿Qué te traes, Rojo? ¿A poco ya le haces también al vicio?
—Te lo estoy diciendo a ti porque me caes bien, Sanguijuela, así que no seas güey, esta es la pura neta, no hay polvo más cabrón que la adrenalina, es la droga puñetera, la más caliente, hermano, la única que te prende a toda mierda, y los varucos que te cuesta no se pagan con billete, te los cobra el cuerpo, carnal, y cuando la pruebas ya no hay quien te los devuelva, o te los quemas o te los quemas, ¿y sabes qué? Vale su precio en oro esa tatemada, hermano, ¿qué dices?,¿le entras?
Me bajé del Trans Am porque adentro el aire prendía fuego cuando se aspiraba y los ojos del Rojo bailaban un hervor de demonios que me dejaba la sangre congelada.
—No mames, Rojo, no te entiendo, no sé de qué me hablas.
—¿A poco nunca te han entrado ganas de sorrajarte toditita la crisma nomás de pura variedá, mi hermano? Pos eso es adrenalina, carnal, esa cosa que por dentro te hace sacar lumbre y que te quieras romper la madre cuando algo te hace calentar. Ahí cuando se te presente el antojo nomás me hablas, cuate, yo invito, verás qué bonito se siente, yo sé lo que te digo, te va a gustar.
Ya no le quise responder porque de todas formas no me estaba oyendo, me cae que ese día llevaba al chamuco trinchándole las ancas y apenas cerré la puerta se arrancó con un rechinido infernal de llantas que dejó el pavimento echando humo. Pero a mí ya me tenía bien checado, y a él no se le va uno vivo. Hay que reconocer que se las gasta canijas, se las sabe de todas todas y, además, sabe cómo hacerlas.
Nomás para empezar me mandó al siguiente día a la Perla. Ya sé que es su chamaca, pero igual él ha de saber que a mí me encanta. Estoy seguro, por eso me la mandó. Llegó con el recado y así como me la pinto siempre de noche, con la ombliguera y la minifalda, un arito en el ombligo y por detrás —como que no queriendo la cosa—, enseñando por encima de las bragas su tatuaje de alacrán:
—Dice el Rojo que si hoy se te antoja… si quieres, nos puedes acompañar.
Pinche Rojo, me cae que sabe convencer, ahí mismo le dije:
—¡Juega, ya vas!, hoy los acompaño, Perlita, aunque no se me antojen esas chingaderas, se me antoja ponerle un piquetito a tu alacrán.
La Perla es cosa seria, no por nada anda con El Rojo, con todo y las calcetitas y los tenis rosados de nena bonita, detrás de la sonrisita angelical se esconde una fiera de garras afiladas. Yo la he visto, la rabia se le crispa en las mandíbulas cuando está a punto de atacar. Y eso a mí no me asusta, es lo que más me gusta. "Es una perra de cuidado", me dicen en la cuadra. Eso es lo que me encanta, en eso El Rojo y yo nos parecemos, me gustan las hembras rejegas, las más rabiosas, las que no sabes si te van a acariciar o arrancarte el pellejo con las garras. Se me quedó viendo fijo, con la mirada oscura y afilada como puñal:
—Esto es para hombres, Sanguijuela, dice El Rojo que tú eres uno y que no te vas a rajar. Yo todavía lo dudo, a mí que no me cuenten; primero quiero ver qué tanta sangre puedes chupar...
No quiero pensar que fueron sus palabras las que me abrieron en el orgullo esta tajada. Nomás sé que es muy honda, y desde entonces la vengo rellenando con la furia ciega de un animal. Quiero creer que es la adrenalina, la más pura y simple adicción a la droga más cañona que hay sobre este planeta.
El Rojo tenía razón. Empezó ese mismo día, delante de Perlita, del Rojo y del Maro, un güey con el pelo pintado de verde y amarillo y una galería de tatuajes de serpientes y dragones en el pecho. El único de la tropa de drogos del barrio que le entra también a las piradas del Rojo. Fue él el que se aventó primero. Eran las doce del día, El Rojo nos llevó en su Trans Am a mitad de la autopista:
—Así de pinche como ves a este triste güey, ya ha cruzado quince veces la frontera, y esos pendejos de la borderpatrol no lo han podido agarrar en la movida, lo andan cazando, ya le han metido tres balazos, pero míralo, sigue vivito y coleando, y eso es gracias a la adrenalina.
El Maro se bajó del auto, yo pensé que iba a mear o algo, pero no, se fue directo a la carretera, se paró del otro lado, justo en mitad de los carriles, separó las piernas y soltó los brazos, se quedó así un rato, mirando con los ojos entrecerrados en dirección a donde venían los autos, el sol le daba de lleno sobre la frente empapada de sudor y las alas de la nariz se le hinchaban como si quisiera jalar todo el aire que lo rodeaba. ¿¡Qué iba hacer!? De pronto empezó a temblarle el cuerpo, se le notaba en los hombros tiesos y en el cuello, cerró con fuerza los puños y abrió los ojos como platos, veía hacia un solo punto y daba pasos chiquitos a los lados como queriendo calcular. A unos quinientos metros venía un tráiler hecho la madre... Cuando el chofer lo vio, empezó a pitar como maniaco, mientras El Rojo —en el asiento del conductor— se fumaba un cigarro y veía por el retrovisor toda la escena sin despeinarse.
—¡No mames, Rojo, lo van a matar! —le grité.
Perlita, desde el asiento del copiloto, se volteó y con las pupilas incendiadas me lanzó el dardo de la provocación:
—A ver si de veras eres tan machín como me han dicho, Sanguijuela, te toca ir por ese pendejo.
Yo no sé qué fue lo que hice. No supe ni cómo llegué ahí. Cuando me di cuenta, tenía la trompa cromada del tráiler justo enfrente de la quijada y al Maro doblado contra el piso como muñeco de trapo. ¡Nos pasaron encima dos remolques! El Maro se agarraba del asfalto como gato, yo encima del desgraciado viendo pasar a ambos lados las llantotas del pinche tráiler derrapando sobre el suelo. Pensé que ahí me quedaba, me cae que ahí debajo vi a la parca trepándoseme encima como animal, toda vestida de blanco. Sentí sus dedos fríos sobre mi pellejo erizado, y hasta su aliento de hielo cundiéndome todo el cuerpo. El tráiler siguió derrapando, luego quedó atravesado en medio de la autopista como un hueso atorado en el gaznate a mitad de un mal bocado. El Maro y yo seguíamos en el piso hechos piedra nomás del puro susto. Del otro lado de la carretera, El Rojo adelantó el Trans Am de un arrancón y nos gritó que nos peláramos. Como pudimos, saltamos el muro de contención hechos la mierda. El Rojo ya se había arrancado, nosotros corríamos como enajenados tratando de alcanzarlo y Perlita nos abría la puerta de su lado para que nos trepáramos al auto.
El corazón me retumbaba en el pecho con un crepitar de infiernos, hasta que por fin los alcanzamos. Yo me trepé junto a Perlita, El Maro se lanzó al asiento trasero con la misma agilidad de gato con la que antes se había echado al asfalto. Era una cosa de locos: El Rojo iba bañado en sudor y gritaba desaforado metiendo el acelerador hasta el fondo:
—¡Ora sí, cabrones! ¡Esto sí es adrenalina, chingados!
El pecho se me abría por el centro, sentía la cabeza en llamas y la sangre hirviéndome en las venas. No sé si fue la adrenalina o la mano de Perla sobre la mía subiendo desde mi rodilla. Sus ojos de lumbre me quemaban las retinas, mientras empuñaba una navaja de plata. Yo nomás la miraba, jadeando como un toro por la carrera y por la cercanía de sus piernas desnudas —de niña— junto a las mías. Cuando me cortó la yema del índice, la sangre brotó como lava y luego se lo acercó a la lengua como si tuviera sed y estuviera buscando de esa agua. Cerró los ojos y chupó con fuerza, como si desde ahí quisiera jalar todo ese hervor del infierno que me corría por dentro. Luego me volvió a mirar con sus pupilas de fuego y muy lentamente se lamió los labios.
—Ora sí, Sanguijuela, sabes a puritito miedo. Creo que ya te voy creyendo lo hijo de la chingada.
Ese día no se me olvida. Ahí empezó mi adicción a la adrenalina. Perlita iba por mí casi a diario; El Rojo al volante del Trans Am; El Maro siempre en el asiento de atrás —con su mirada de gato y el torso tatuado al descubierto—, esperando las órdenes piradas del Rojo, cada día más endiabladas, jalándole cada vez más los pelos a la parca.
Casi siempre era El Rojo el que decidía dónde y cómo, pero a veces también la Perla empezaba con el juego. Era ella la de las ideas más cabronas, fue a ella a la que se le ocurrió lo de las cuerdas, una de esas noches en que El Rojo manejaba como enajenado.
Ya habíamos dado vueltas durante horas como sonámbulos, hasta que El Rojo escogió uno de los puentes del Periférico, el que le pareció el más elevado. Perla tomó mi mano rasposa con su manita suave, de uñas rosadas, y mirándome fijamente con esos ojos oscuros que me hechizaban me dijo que la siguiera y que llegara con ella hasta donde me alcanzaran las ganas. Me llevó hasta el barandal del puente, llevaba dos cuerdas gruesas colgadas a la cadera, ató una a mi cuello y la otra al suyo —terso, de princesa azteca—, luego los otros extremos al barandal:
—Aquí, en el pecho, traigo mi navaja, Sanguijuela. Vamos a saltar juntos, y cuando estemos colgados abajo tal vez me la quieras quitar, yo voy a esperar. Si te arrugas antes de lo que debes, ya sabes dónde la puedes encontrar.
Aún no terminaba de hablar y ya se estaba trepando a los fierros para saltar. La vi hundiéndose en la negrura del precipicio y solo la imagen de la navaja cruzada sobre su pecho de diosa me hizo saltar detrás de ella. Estuvimos colgados muchos segundos... no supe qué me asfixiaba más, si la cuerda cortándome en dos la garganta o la cara rojiza y morada de ella muriéndose delante de mí. Quise arrebatarle la navaja para salvarla, pero ella se sacudió como un perro con rabia, dando patadas al aire y apenas pude tocarla. Pensé que a los dos nos había alcanzado la pelona ahí, colgados en el hielo de la madrugada.
Ese día estuve muerto un par de segundos, al menos yo lo sentí así. La noche se tragó sus sombras como un animal con hambre y dentro de su garganta ceniza el corazón me dejó de latir. Dice Perla que solo se aprecia la vida cuando el terror a perderla te estanca la sangre en las venas y el mundo se vuelve un trago de chapopote que te baja, todo espeso, por el pescuezo. Si es como ella lo asegura, esa noche descubrimos juntos cuánto nos gusta vivir. Para El Rojo, esas eran jaladas del subdesarrollo y los bajos mundos. Él dice que es un artista de la desgracia, un conocedor experto de los deseos de las vísceras. Por eso cortó las cuerdas en el momento exacto y Perla y yo caímos al piso casi muertos, mientras él nos miraba extasiado desde arriba; la imagen debió parecerle de una belleza total, los dos tirados sobre el asfalto, torcidos como muñecos de trapo en medio de la oscuridad. No tengo idea de cómo llegamos al Trans Am, tenía la mente nublada por la asfixia y el trancazo... solo recuerdo los gritos prendidos del Rojo y las manos tatuadas del Maro arrastrándonos sobre el piso.
Del Rojo han dicho siempre en la cuadra que es un demonio de los avernos, que trae al ángel caído enredado en las entrañas. Yo nunca creí tan de a tiro todas esas pendejadas, pero ese día supe que era verdad... esa noche del puente pude ver clarito cómo al Rojo le salían dos llamaradas de los ojos, y esos gritos roncos que lanzaba no eran otra cosa que el chamuco escapándosele por la garganta. Tiene que ser el demonio lo que se le arrastra por dentro del pecho, luego se le trepa al cerebro y le dicta esas ocurrencias de infierno.
Después de esa no hemos parado, le hemos alcanzado los pies a la parca mil veces. Hacemos todo lo que se le ocurre al Rojo, también las fantasías sangrientas que le vienen a la mente a la Perla. Esas son siempre más despiadadas, más difíciles de sobrevivir. Ella no lleva al demonio enredado en las entrañas como El Rojo, es la maldad misma, la Santa Muerte vestida con ombliguera y falda. Yo a veces le rezo a escondidas, le pido que me lleve, que me chupe el alma entera con sus labios agridulces de calaca.
El Maro es un perro fiel a los designios del Rojo, pero yo me subo cada día al Trans Am por el embrujo sagrado con que me tiene hechizado el alacrán de Perlita tatuado sobre su espalda baja. Es un embrujo de sangre fresca y de truenos, me hace gritar como orate y quererme partir la madre para olvidarme del mundo. Su veneno es una ráfaga caliente que me cunde por las venas cada vez que la veo excitada con mis heridas de guerra. Dice que soy un cabrón, que quiere comerme cada vez que huelo a miedo y rabia. Por mí que me chupe entero y deshaga mis vísceras entre sus dientes, si así puedo tenerla contenta.
Ya no es mucho lo que queda, la adicción a la adrenalina ya me hizo perder tres dedos y la mitad de una pierna, tengo llagado el cuello y una infección purulenta en un par de heridas de bala sobre la espalda, pero aun así sigo subiendo al Trans Am. El Maro, en cambio, tiene pacto con el Diablo, ese güey tiene las vidas de un gato, trae cicatrices recientes en el pecho y en la cara pero anda como si nada, con sus tatuajes de bestias míticas saltando sobre los pectorales y los bíceps.
Perla dice que mis heridas no sanan porque las traigo cosidas al alma. Puede que tenga razón, cuando se me trepa encima para sentirlas es lo que menos me importa. Tal vez mis heridas siguen ahí y están frescas porque es lo que a ella le gusta. A veces me abre la piel de las muñecas con su navaja de plata, luego se me recuesta en el pecho como una niña exhausta y se queda dormida. Yo me quedo quietecito para no despertarla, he perdido mucha sangre así, me he debilitado tanto que ya casi me desplazo a rastras. Poco me importa la muerte cuando veo su tatuaje de alacrán moviéndose sobre las bragas delante de mí.
Cada vez que nos trepamos al auto creo que será la última. Me prende imaginarme esa escena donde la pelona al fin llega por mí: mi cuerpo de pobre diablo tirado sobre la acera en un charco negruzco de sangre, la Perla con los ojos perdidos besando mi cadáver por todas partes. Ya casi no me quedan fuerzas, pero me vale madres, sé que en el último instante podré llegar hasta donde Perlita quiera. Y eso, como dice El Rojo, es gracias a la adrenalina, la droga más cañona, la más puñetera que hay sobre este planeta.