

Abrazarme a mí misma
por La Orgullosa
La vida no es una travesía fácil para nadie. Cuando uno es niño desconoce las “reglas de la vida”, esas reglas de oro que la experiencia te va enseñando y va haciendo crecer tu corazón para ayudarte a vivir una vida feliz y pacífica, aun en medio del caos y las amenazas permanentes. Más que nunca el planeta tierra se ha vuelto un mundo hostil. Por todos lados aparece la injusticia y normalmente hace presa de la gente más desvalida, principalmente niños y jóvenes. Algunos afortunados cuentan con amorosos “cuidadores” a lo largo de su crecimiento como individuos, al menos hasta que tienen que tomar la primera decisión trascendental y salir a la vida a probar suerte y enfrentar la realidad.
Muchas veces hemos escuchado frases como “la vida no es justa”. Otros más dramáticos hablan de que la existencia es un camino plagado de espinas y sufrimiento. La información en tiempo real que recibimos de todas las latitudes del mundo nos demuestra hasta dónde han llegado algunos hombres en su afán de riqueza y poder, arrasando poblaciones enteras y provocando la migración masiva de gente asediada por la violencia y el hambre sin encontrar siempre un destino propicio que les sirva para iniciar una nueva vida.
Las tragedias globales causan ansiedad en todos los habitantes de la tierra, y prácticamente no hay un país en donde no haya eventos que atenten contra la vida humana. Nuestras propias familias están permanentemente amenazadas por toda clase de contratiempos. Y a nivel individual la incertidumbre crece. Cuando yo era niña la realidad no me parecía tan compleja. Comparado con la actualidad yo vivía en un lugar completamente seguro, y sin estar rodeada de grandes comodidades, era feliz y para mí la protección que mis padres me brindaban era suficiente. Sin embargo, como a todos, me llegó el momento de salir a la realidad, y ni siquiera mis padres pudieron protegerme de lo que estaba por venir. Con todo el ímpetu y el idealismo de la juventud salí a poner mi “granito de arena” a esa sociedad que ya mostraba señales de convulsión y cambio. Por primera vez estuve sin mis padres, y por un tiempo no lo hice tan mal. Pero la vida tiene muchas facetas, y allá en la “jungla de asfalto” como decía mi padre, existe toda clase de seres unos buenos, otros no tanto.
Pronto empecé a comprender las realidades de la existencia, y aunque agradezco haber conocido seres humanos sorprendentes y solidarios, también tuve que enfrentar el lado oscuro de la naturaleza humana. Acumulé mucho dolor en aquellos años por mi cuenta, y finalmente retorné al seno familiar. Pero nunca perdí la ilusión, nunca traicioné mis sueños, y por sobre todas las cosas mantuve la mente abierta y positiva. A la hora de hacer un recuento de los daños me encontré algo cambiada no obstante. El dolor había dejado su marca. Por momentos la decepción, el cansancio y la amargura hicieron presa de mí. Cuando acudí a una psiquiatra en busca de ayuda, ella me dijo que tenía que aprender a quererme. Al principio no la comprendí. No había nadie que se quisiera más que yo. Pero el autoanálisis y las posteriores experiencias me hicieron entender finalmente sus palabras.
Solo entonces, al percatarme de que era un ser violentado por una realidad demasiado hostil para el lugar de donde yo venía, comencé a darme cuenta de mi vulnerabilidad. Hubo noches de llanto y arrepentimiento. Pero solo el camino del amor podía devolverme a la vida, y entonces entendí lo que significaba amarse a sí mismo. Poner límites, no permitir ofensas de ningún tipo, poner por delante mis necesidades emocionales y de todo tipo. Ya era una adulta, independientemente del pasado producto de mis elecciones de vida, y ahora me encontraba sola para rendir cuenta de mis equivocaciones.
Finalmente aprendí a perdonarme, y fui más allá porque mis padres ya grandes no podían seguir haciéndose cargo de mí emocionalmente. Un día sentí un deseo inmenso de correr a los brazos de mi madre y llorar por todo el dolor experimentado, pero yo ya no podía infringirle un daño de esa dimensión a mi madre de setenta años. Y entonces, de la nada, estando sola en mi habitación y de manera casi involuntaria me abracé a mí misma. Me puse en posición fetal y me di todo el amor que una madre le hubiera dado a su hija pequeña. Me hablé con las palabras que todo ser herido anhela escuchar y prometí que desde ese día sería mi mejor amiga, la única a la que le contaría mis sinsabores y de la esperaría un consejo que me ayudara a seguir adelante.
Así fue el encuentro conmigo misma, me recuperé como mujer, como persona, y prometí nunca volver a transgredirme. Al fin y al cabo, siempre que sintiera desfallecer yo misma estaría ahí, al alcance de mi mano para darme una segunda oportunidad y buscar la salida. Yo no puedo traicionarme ni solaparme, el amor que me brindo es honesto y en su justa medida. Sé que cada día la felicidad que yo obtenga depende de mí, y que soy capaz de enfrentar cualquier obstáculo que la vida me ponga, porque por sobre todas las cosas estoy viva, y siempre habrá una esperanza. Tengo la fortuna de contar con mis padres, pero ahora soy yo la que los puede llenar de amor y comprensión y cuidarlos como ellos lo hicieron cuando yo era niña. El adulto que soy ha aprendido a quererse y a enfrentar sus responsabilidades. Cada éxito, cada labor cumplida, cada ayuda entregada sin afán de recompensa aumentan mi poder como mujer y ser humano independiente que sabe cuál es su lugar en este mundo, por más incierto y trágico que resulte a veces.
