por Guadalupe Cerezo
Muchos fueron los convocados a esa reunión tan singular; de hecho, solo los niños fueron excluidos. La noche, llena de misterio, le daba un marco de expectativa; las hojas de los árboles se mecían suavemente.
A lo lejos se escuchaba el aullido de los perros, quienes presentían la presencia de la muchedumbre. Altares iluminados con luz de veladoras; incienso y olor a rosas. Las casas antiguas de Paseo de la Reforma permanecían alumbradas y a través de sus ventanales se miraban cazuelas con mole, ollas de café, tamales, fruta, cigarros y botellas de licor.
Un camino de pétalos abría paso a los visitantes, quienes se detenían y aspiraban el perfume patrio de septiembre. Los ojos de la mayoría se inundaban de una mirada nostálgica; las mujeres ya no podían contener el llanto.
El reloj marcaba las dos de la madrugada. Era el noveno mes de 2010. El frío recorría a la multitud. El líder se detenía, levantaba el brazo y hablaba:
—La cita es a las tres, no olviden que nuestra lucha siempre fue por la libertad y… ¡vean qué ironía! ¡La justicia soñada aún no llega!
Las estrellas parecían brillar, la luna alumbraba, ya estaban muy cerca del nuevo hogar y el encuentro debía cumplirse. Ante El Ángel, el cura Hidalgo hacía un alto; sus blancos cabellos jugueteaban con la brisa. Había llegado el momento de despedirse del gentío que lo acompañaba; levantaba ambos brazos en señal de despedida, encontraba su hogar definitivo. Al pie del alado lo esperaban José María, Ignacio, Vicente, Agustín y Josefa... ahí encontraría el descanso definitivo...